Arthur Rackham

Arthur Rackham

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cuento: La historia en un retazo

Cuento "recomendado" por un concurso de la página Liibook, en el 2013


La historia en un retazo
“Me siento perdido, sin rumbo, no sé. Tal vez el futuro me encuentre mejor; tal vez la vida de mí se olvidó, dejándome atrás muy solo...”

¿Quién podría saber las tantas verdades que alberga el olvido? Si uno se detuviese a pensar en todo lo que el hombre ha dejado y deja constantemente atrás...  Estos pensamientos me vinieron a la cabeza cuando paseaba por la playa y me encontré en la orilla, en medio de un mar tortuoso y negro, un viejo escudo agrietado. Apurado para que no se lo llevaran las olas lo tomé, no sin cierto temor y extrañeza; el simple tacto me remontó años atrás, a una época en la que no había vivido pero que sabía yo que existía.
Me encontré pues en una Edad Media, rodeado de polvo y acero, en medio de una aldea muy pobre. Todo era ruido y alboroto. Quise imaginar que se preparaban para la guerra, una cruzada tal vez; todos querían unirse, hasta los más desdichados con sus mejores intenciones.
Una imagen; una choza; un joven saliendo de ella, con un escudo en el brazo. Había pasado años colgado en las paredes de esa humilde casa, en silencio, en paz; no esperaba a nadie que lo sacara de su ensueño, de esa condición de los objetos como simple decoración, hasta que se vio obligado a dejar su lugar, perturbado por una guerra –porque una guerra perturba a todos por igual-. El escudo entonces estaba allí, en los brazos temblorosos del chico. En Jerusalén, quiero creer, peleó muy valientemente antes de morir.
Perdía rastros del escudo en aquella época, pero los vientos me trajeron un aroma a incienso y agar; mi cabeza voló a las murallas de Damasco, unos trescientos años más tarde, y sin dudarlo remonté la historia del mismo a aquella ciudad. Estaba en un mercado, escondido entre un montón de cosas, sin dueño ni hogar. Durante los años siguientes viajó por los desiertos; llegó a formar parte de ejércitos turcos y musulmanes, hostilizado por fuerzas enemigas y culpado por una guerra de la que no era culpable.
Mientras la arena me revolvía los ojos, supuse que el escudo había llegado a Egipto siglos más tarde. Entraba en barco por El Nilo, en uno de sus tantos viajes, camino a Menfis. De allí se me ocurrió trasladarlo a Alejandría, en donde podía conectar mejor los cabos sueltos de la historia. Tuvo que pasar mucho tiempo hasta que llegaran el ejército y las expediciones napoleónicas: unos soldados lo meten en un cofre a escondidas de sus superiores, como botín de guerra; pero esa misma noche el barco naufraga al recibir hostilidades británicas en el Mediterráneo. Así, un laberinto de posibilidades se abría en mi imaginación. Preferí pensar que lo agarraron los británicos, en plena revolución industrial.
Llegar a Gran Bretaña debe haber sido un “gran” salto en el tiempo para el escudo. Había permanecido ajeno al descubrimiento de América, a la Revolución Francesa, a tantas guerras y a tantas paces. Después de un breve silencio lo encuentro en un museo, en Bélgica. Allí reposaba tranquilamente, viendo a la gente pasar mientras esta se admiraba ingenuamente de su bello color, sin saber todo lo que había detrás de ese pedazo de acero.
Lamentablemente ese momento de fama le dura poco; por esos años estallan las contiendas sociales y, durante la Segunda Guerra Mundial, el museo en el que descansaba sus llagas de tanto caminar es destrozado. De ahí en adelante todo es silencio. No sé qué sucedió con él luego de ser aplastado por tanques y balas. ¿Qué otros brazos había acompañado? Supongo que algún viaje en avión lo rescató. O fue visto como hojalata y tirado al mar. O... elegí un camino erróneo encerrándome en el laberinto de historias que inventé. ¿Quién sabe? Al fin y al cabo, todo queda en el olvido; uno nunca podrá saber la verdad del pasado.
Volví a la realidad. El horizonte estaba negro.
Un relámpago cruzó el cielo; iba a comenzar a llover. Había pasado todo el día parado, creando situaciones y situaciones para el escudo, pero todavía no sabía cómo había llegado a mis manos. Busqué a mi alrededor a alguien, un barco, una pista, pero nada, sólo estaba el escudo y yo. Parecía como si este momento hubiese estado destinado a existir, desde el momento en que fue despegado de la pared, en que unas débiles manos, llenas de esperanza, lo tomaron, pasando de hombre a hombre, acompañando mil novelas y cada una de ellas diferente. Ahora era mi turno, pues, de dejar una marca en ese retazo de historia.
Una gota de lluvia me cayó en los ojos. Conociendo el pasado no quería repetirlo; no quería cometer los mismos errores de los demás, llevados por sus ambiciones personales. Este escudo, después de tantos años a la deriva, sin una casa, sin un verdadero hogar, como nosotros, merecía un lugar en el mundo. Decidí llevármelo a casa; lo coloqué en la pared, en donde todo comenzó, y desde ese momento volvió a ser parte de una familia, como la que había tenido mil años atrás.