La
visita
Todo el día se repitieron las mismas
escenas en la televisión: la persecución, los autos, los rehenes, el edificio, ese edificio desde distintos ángulos, el
criminal. Las imágenes se sucedían infinitamente -incansablemente- pero lo
tenían, todavía, entretenido. En parte, sabía que ya eran ficticias: los
reporteros hablaban del pasado, los sucesos y el barullo del caos y la multitud
se habían apagado. Como las llamadas telefónicas, la luz en el cielo y las sirenas
de policía. Ahora, era de noche y la ciudad estaba en silencio. «Todo había
concluido bien», pensaba el policía sorbiendo su taza de café; como siempre que
aparecía ese hombre excepcional en la oscuridad, todo había salido
sospechosamente bien.
A las doce, media hora antes del cambio
de turno, tocaron el timbre de la comisaría. Abrió la puerta pulsando un botón
desde su escritorio, y dejó pasar al nuevo cliente. A simple vista, era un
señor normal, alto, escuálido y bastante pálido; llevaba puesto un traje fino,
violeta y a rayas, pero sucio y roto. Caminaba a paso lento, se bamboleaba de
un lado a otro como si estuviese mareado. «Un borracho, pensó, o una víctima de
alguna pelea callejera. Tiene sangre en los labios, el pelo despeinado y... de
color verde». Intentó ver más, pero recién notó los detalles de su rostro
cuando se le acercó.
-Buenas noches, señor. Tome asiento. –le
dijo desde su lugar, señalándole una silla detrás del mostrador.
-No…no –masculló entre dientes, sus
labios apenas se movieron al hablar pero parecieron dibujar una sonrisa grande,
muy grande.
-Por favor, tome el asiento –repitió el
policía tras escuchar esa voz ronca y escalofriante.
Cuando estuvo frente suyo, se levantó
enseguida. El visitante permaneció en silencio, sin decir una palabra y sin
dejar de sonreír. El policía notó cómo la palidez de su rostro chorreaba, era
pintura. Y sus mejillas, sus mejillas estaban cortadas en una media luna
sangrienta. Lo miró fijo, sorprendido, asustado. Intentó ser más rápido que él
pero el cañón de un revólver se posó sobre su cabeza. «No puede ser», se decía
el policía, «no puede ser». En la televisión todavía prendida, entre las
imágenes de las noticias, apareció la imagen de él, de ese engendro, de ese criminal. «No puede ser, si estaba
atado, colgaba del edificio, fue atrapado… pero es ese, el de la tele, el
guasón». Por un último momento, deseó escuchar las sirenas de policía, y deseó
que la luz del cielo con forma de murciélago se encendiera otra vez.
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