Arthur Rackham

Arthur Rackham

lunes, 13 de noviembre de 2017

Microrrelato bizarro: La visita



La visita  
 
Todo el día se repitieron las mismas escenas en la televisión: la persecución, los autos, los rehenes, el edificio, ese edificio desde distintos ángulos, el criminal. Las imágenes se sucedían infinitamente -incansablemente- pero lo tenían, todavía, entretenido. En parte, sabía que ya eran ficticias: los reporteros hablaban del pasado, los sucesos y el barullo del caos y la multitud se habían apagado. Como las llamadas telefónicas, la luz en el cielo y las sirenas de policía. Ahora, era de noche y la ciudad estaba en silencio. «Todo había concluido bien», pensaba el policía sorbiendo su taza de café; como siempre que aparecía ese hombre excepcional en la oscuridad, todo había salido sospechosamente bien.
A las doce, media hora antes del cambio de turno, tocaron el timbre de la comisaría. Abrió la puerta pulsando un botón desde su escritorio, y dejó pasar al nuevo cliente. A simple vista, era un señor normal, alto, escuálido y bastante pálido; llevaba puesto un traje fino, violeta y a rayas, pero sucio y roto. Caminaba a paso lento, se bamboleaba de un lado a otro como si estuviese mareado. «Un borracho, pensó, o una víctima de alguna pelea callejera. Tiene sangre en los labios, el pelo despeinado y... de color verde». Intentó ver más, pero recién notó los detalles de su rostro cuando se le acercó.
-Buenas noches, señor. Tome asiento. –le dijo desde su lugar, señalándole una silla detrás del mostrador.
-No…no –masculló entre dientes, sus labios apenas se movieron al hablar pero parecieron dibujar una sonrisa grande, muy grande.
-Por favor, tome el asiento –repitió el policía tras escuchar esa voz ronca y escalofriante.
 Cuando estuvo frente suyo, se levantó enseguida. El visitante permaneció en silencio, sin decir una palabra y sin dejar de sonreír. El policía notó cómo la palidez de su rostro chorreaba, era pintura. Y sus mejillas, sus mejillas estaban cortadas en una media luna sangrienta. Lo miró fijo, sorprendido, asustado. Intentó ser más rápido que él pero el cañón de un revólver se posó sobre su cabeza. «No puede ser», se decía el policía, «no puede ser». En la televisión todavía prendida, entre las imágenes de las noticias, apareció la imagen de él, de ese engendro, de ese criminal. «No puede ser, si estaba atado, colgaba del edificio, fue atrapado… pero es ese, el de la tele, el guasón». Por un último momento, deseó escuchar las sirenas de policía, y deseó que la luz del cielo con forma de murciélago se encendiera otra vez.

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